Pasé un fin de semana 90% offline en un pueblo a 40 km de La Habana, donde apenas llega la señal 3G. Los apagones son una parte de la realidad también, lo cual no es común en la capital. Se trata de una comunidad sumamente empobrecida, asolada por las carencias y el éxodo de sus habitantes.
En contraste, una serie de alternativas tecnológicas se observan a simple vista: linternas elaboradas con la cáscara de un radio para alimentarse de su panel solar, bicicletas motorizadas con diversas partes recicladas y un sistema de luz propio, aparatos conectados a baterías de larga duración, y una red WiFi local operada por particulares.
Sin romanticismo, vemos un paisaje ciberpunk que respira con más fuerza en la medida que servicios básicos son casi inexistentes. Salvo la WiFi, todo lo demás ya fue inventado hace 30 años atrás, cuando el Periodo Especial registró una crisis sin precedentes en Cuba.
Es más parecido a lo que algunos autores han llamado trashpunk, un ciberpunk latinoamericano que habita la decadencia del capitalismo en sociedades muy desiguales, sin luces de neón —pero ciberpunk al fin.
Así, el reemplazo de un aparato por otro está dado nada más por las circunstancias, no por la conciencia; la segmentación incluso es mayor y es índice de pobreza, no ingenio; su sostenibilidad es precaria, pues la solución apenas se presenta como contingente.
Pienso en esto valorando el papel de tales innovaciones en el desarrollo de tecnologías limpias y sustentables, pero resulta contradictoria esa posibilidad en un escenario que se repite en Cuba. En resumen, ha sido asumido por comunidades empobrecidas que acuden a esas alternativas por supervivencia. No representan como tal una mejoría de sus condiciones de vida, sino una solución temporal por algo que falta. Luego, queda poco lugar para la documentación y exploración de sinergias que establezcan esas tecnologías como paradigma.
A partir de estas consideraciones quizás se puedan plantear otras reflexiones sobre los desafíos tecnológicos en Cuba y demás países con condiciones similares, y comprender la brecha digital que hasta cierto punto nos excluye de varias discusiones contemporáneas.
En contraste, una serie de alternativas tecnológicas se observan a simple vista: linternas elaboradas con la cáscara de un radio para alimentarse de su panel solar, bicicletas motorizadas con diversas partes recicladas y un sistema de luz propio, aparatos conectados a baterías de larga duración, y una red WiFi local operada por particulares.
Sin romanticismo, vemos un paisaje ciberpunk que respira con más fuerza en la medida que servicios básicos son casi inexistentes. Salvo la WiFi, todo lo demás ya fue inventado hace 30 años atrás, cuando el Periodo Especial registró una crisis sin precedentes en Cuba.
Es más parecido a lo que algunos autores han llamado trashpunk, un ciberpunk latinoamericano que habita la decadencia del capitalismo en sociedades muy desiguales, sin luces de neón —pero ciberpunk al fin.
Así, el reemplazo de un aparato por otro está dado nada más por las circunstancias, no por la conciencia; la segmentación incluso es mayor y es índice de pobreza, no ingenio; su sostenibilidad es precaria, pues la solución apenas se presenta como contingente.
Pienso en esto valorando el papel de tales innovaciones en el desarrollo de tecnologías limpias y sustentables, pero resulta contradictoria esa posibilidad en un escenario que se repite en Cuba. En resumen, ha sido asumido por comunidades empobrecidas que acuden a esas alternativas por supervivencia. No representan como tal una mejoría de sus condiciones de vida, sino una solución temporal por algo que falta. Luego, queda poco lugar para la documentación y exploración de sinergias que establezcan esas tecnologías como paradigma.
A partir de estas consideraciones quizás se puedan plantear otras reflexiones sobre los desafíos tecnológicos en Cuba y demás países con condiciones similares, y comprender la brecha digital que hasta cierto punto nos excluye de varias discusiones contemporáneas.